martes, 4 de septiembre de 2007

Muerte que vienes disfrazada

Me encuentro en el último estrecho de los mares ansiosos, en lo infinito de las montañas donde nace la respiración cansada, en el caballo de Atila, en la cruz sangrienta de un hombre señalado y castigado en el paraíso perdido. Me encuentro en tu camino. Soy tu crepúsculo y plenitud, tus hipócritas carcajadas de la vida mediocre que llevas, soy el llanto que descubres al nacer, el burro de Sancho, el Quijote y sus novelas de caballería y su amante: la inagotable locura. Soy los primeros pasos de tu pobre vida llena de mentiras y llantos al anochecer, tu cordón umbilical, tu confesionario, tu coartada ideal. Soy la inmaculada y el escupitajo de sangre que arrojas después de rezar. Me manifiesto con imperceptibles temblores en tu podrido y decadente cuerpo; lo hago para decirte que me encuentro aquí, que no huyes, que siempre estoy presente y no podrás huir de mí. Soy la sombra en la cual te reflejas, el mismo cristal que se rompe para dar siete años de infortunios. Soy tu Comala y vengo a decirte que no eres el globo terráqueo de este universo, ni el mamífero inmortal, ni el eje de los planetas, ni eres la ballena azul que siempre buscan. No eres el conejo del cuento de Alicia ni la bufanda del Príncipe pequeño, ni la paloma bélica mensajera. Soy tu noche estrellada y tu día soleado. Soy el fastidio de la vida, la que envidian los moribundos, el ancla que te impide consumir las pastillas de la abuela. Soy el viento, el hálito que siguen los dioses del agua. Soy el astro Venus que se quemó y surgió a los ocho días por el este, soy augurio representado en códices. Soy movimiento entrelazando el rojo y el azul, el mito del diluvio y la destrucción, la danza primordial en los rituales de los pueblos. Soy los dioses de la mano izquierda y la derecha, dragón y caracol que cantan para inmortalizar serpientes. Me invento en los árboles: habitantes longevos que aúllan por medio de escamas. Me perfecciono en los animales míticos y silvestres. Me encuentro en el aire, en el suspiro de las cuevas. Me creo en el agua, limpio y purifico cuerpos y almas. Soy la abeja que apareció el día de la creación. Tengo diferentes colores y rumbos en el universo. Me armonizo con el papel donde encarnan imágenes del Padre viejo. Me observo en los cuatro soles que en realidad son uno. Me perfecciono en el águila y en sus alas ardientes. Me he disfrazado de cualquiera para andar a tu lado. Soy barro de bisutería. Soy lo que llevas escrito en la nuca, soy diamante rústico y antiguo, el cuento no escuchado, la mordida que le dio Adán a la lujuria, la clave de sol que le da sentido a tu piel desgarrada, la Gioconda de los semidioses, el escondite de los desahuciados, la bola de nieve que es arrasada por batallas humanas, la descarga que invade el silencio del campo, la arena que canta en el desierto, la exhalación de los volcanes antes de hacer explosión, soy únicamente lo que soy y seré por siempre reflejo de mí. Sin embargo nada alivia esta humedad hecha remolino que le huye a demonios generados en la risa instantánea. Le temo a los retratos porque muestran mis labios, secos labios que no encuentran el licor adecuado para acallar esta sed. Del otro lado del espejo dice Alicia que es tremendo estar vivo, que se vive como loca, que no se encuentran verdades sino mentiras. Del otro lado de la luna dice Greta que es fantástica la muerte, pero esa que desgarra la piel y martiriza a la humanidad, ésa que enrojece los ojos casi a punto de reventarlos. Dice que es maravilloso el duelo por alguien que nunca se irá.
La sangre de noche y en pleno pavimento es negra como el abismo por el que navego todas las tardes. Mi olor es imperceptible y eterno, la puerta del Infierno está siempre abierta y la soga del suicida yace un poco rota. Mi vida, sin embargo, se halla casi marchita.
Debo confesar que sueño que pierdo la mirada, este engaño me asola aunque siempre he creído que la ceguera es una bendición provocativa para sentir los amores que no existen, percibir los olores que nadie descubre, saborear la nítida humedad de la ciudad y del campo; también admito tener fantasías inicuas con habitantes que no son humanos. Reflejos de mí, intentan seducirme y convertirme en abismo nauseabundo. Destellos de mi futuro inmediato.
Por ejemplo, recuerdo ahora que murmuraba Lucia, primera sombra que observé en la oscuridad limitada, que reír al lado del sol es deleznable, pero reír junto al huracán, es resplandeciente y llorar junto con la primavera es cosa sólo de dioses. Vivir al revés, eso me recomendaba Lucia. Las tinieblas provocaban nuestra confesión y que recorriéramos nuestros cuerpos como navegantes inexpertos. Ella me invitaba a embarcar en su ombligo, a que me subiera en barcos de papel para anidar en su piel recién nacida y que durmiera en sus pechos: pequeños botones floreciendo. De Lucia recordaré sus labios que me llamaban constantemente a media noche y sonreían como la luna cuando es menguante. Ella, quimérica mujer, me obligó a quitarme una costilla para amarme. No perdonó nunca el beso que le concedí a Eva: mujer blanca de dientes avispados y ojos grandes. Lucia me enseñó a navegar con velas rotas por su cuerpo, a descubrir constelaciones en su Universo cubierto de piel fogosa, a convertirme en buque de papiro y derivar por sus besos hartos. Me mostró cómo bañarme en sus cascadas de agua cristalina, a enredarme en su cabello frío que olía a fruta seca y a durazno recién cortado. Su cuerpo era como tierra mojada, esa que después de la llovizna impregna su olor en todo lo que toca, la que refresca el suelo y provoca que el viento roce los cuerpos con delicada seducción. Lucia inmaculada, venerada, poderosa, alegre, profeta, confesora, vaso espiritual, vaso honorable, rosa mística. A ella le escribí varios mensajes que arrojé al mar, esperando que los leyera un día.
Llueve en esta ciudad gris y una línea me indica por dónde debo caminar para no verte, para no encontrarte por casualidad. Imágenes vienen a mí y sólo quiero escuchar el sonido hueco pero consolador del mar, ese sonido que fue como la arena para la iguana en la selva, para el amante ermitaño que le decía a su mujer “Muévete, muévete y seré naufrago ciego en tu vientre”. Ahora me digo arena, iguana y agua vagabunda que caminan sin sentir las llagas de sus pies y de sus manos que le salieron por amar en demasía aquel estío insospechado. Cada piedra y gota hecha vapor me hablan de tu piel, cada susurro lastimoso del viento provocan en mi sino un tatuaje que forma lentamente tu figura, cada mil cuatrocientos cincuenta y ocho pasos consolido el último beso en tu sacro sillón .

Lucia te invocaré siempre hasta el último movimiento de mi orquesta: maniobra que percibo como solitaria. Lucia te suplico esperes un poco más –le decía continuamente– no podré morir contigo, no puedo dejarlo todo así, por ti, espera sólo un poco más. –Escribo en tu cuerpo lo siguiente pero no te alejes– le repetía constantemente.
Vienen a mi mente tus caderas insanas que me contagian de todo lo que padeces. Siento tu mirada a cuestas seduciéndome poro a poro. Escucho tu cantar luminoso de gloria absoluta en el cual pierdo control de mis temores. Quisiera tenerte mientras una voz solitaria me retumba que serás la mujer que no tendré. Algo me dice que debo memorizar para no perderte en la sombra de mis sueños. Esa voz susurrante me llena los ojos cuando señala a la inoportuna soledad y a la flaqueza en turno.
Ahora habla la incertidumbre de las estrellas, lo frío de tu sala y la investidura de tu cama. Por el momento deja gritar a mi felicidad como si ésta fuera la portavoz de mis infames curvas, deja hablar a lo frío de mis manos como si éste fuera el mandamás de mi enmarañada cofradía. Por último te hablará mi ataúd envuelto de secretos mutilados, dispuestos a ser tuyos en la cuna de mimbre, en donde serás la única ola, mostrándome la inmensidad de un lecho delirante, mostrándome también las mil posturas de la muerte viva.

Ella, a pesar de todo, se fue advirtiendo su regreso en sombra detrás de la pared. Yo me quedé en cuclillas esa noche y la otra y la otra y la otra, en cuclillas esa noche y las siguientes con la cabeza entre las piernas, con gritos de dolor en la garganta, con sufrimiento en el cuerpo por su ausencia y con mil palabras sin luz ni sonido que clamaban por su figura, me quedé en el suelo repasando imágenes sonoras hechas para ella, solamente para ella.

Qué no daría yo por escucharte Lucia, por sostener tu amargo tedio a las seis de la mañana y después sonreírte, para así aplacar la sangre derramada de tus poros abiertos y murmurarte a los ojos que no sucederá, que el mundo se acabará hasta después de tu vuelo, que tendremos fuerzas suficientes para que jamás nos derrote la falta de un beso y que soplará un ciclón de respuestas inesperadas en nuestro sino, triturando así la puerta desgarradora de la soledad en turno.
Aún de no tenerte, te invito a mi cama azul para que descanses, para que me sostengas y sientas el vertiginoso ruido del soñar despierta, para que grites tu afanoso espanto y así puedas cantar de nuevo. Bella mujer de nombre eterno. Feliz te espero, impaciente en el piso. Contamíname, pero no con la oscuridad del infierno, sino con tu baile vivo, con tu mirada semiabierta y tu misterio virginal. Musa eterna, Cleopatra dormida te invoco, te conjuro en mi silencio para adivinarte después. Mujer de plata delirante, tatuada te encuentras en mi selva. Mujer de plata delirante te extrañan estos días desiertos, estas horas aladas, estos minutos tardíos. Invade mi cama tu recuerdo, tu ropa desnuda en mi almohada, tus gestos en mil palabras. Extraño lo frío de tu vientre, tu mirada intensa y tus besos tiernos. Oculto tu caricia detrás de mi cuello. Soporto el vértigo de tu ombligo en mis recuerdos y saboreo el último beso. No soporto más el vacío en mis dedos. Aniquilo el frío que aleja mi olor de tu pelo. Grito de nuevo tu nombre al vacío, te escucho del lado oculto del ocre. Observo la investidura de tu viaje y me encuentro con tu sueño. En toda visión sonámbula te encuentras, detrás de mis miedos nocturnos te platico de pasajes turbios del pasado, tengo la valentía de darte la mano y emprender el viaje a lo callado. Ahora te presiento con la luna blanquecina, que despierta junto al manto negro de mi sueño.

Después, como un remolino llegó Helena para curar mi locura y aplacar mi sed. Helena se convirtió en pesadilla y me enseñó a esperar quimeras del frío invernal y utopías de solsticios y equinoccios. Ella alumbró las puertas del infierno porque todo indicaba que el próximo turno era el mío. Los pasos de Helena se escuchaban junto al canto de madera vieja y rota, su sombra se percibía cuando las sombras se extienden tanto que ascienden por la pared.
Helena me dijo al séptimo día de conocernos cuánto deseaba llevarme a su cama para conocer la guerra y la paz de dos cuerpos fusionados al calor de la noche; cuánto presentía mi soñar perverso y cuánto anhelaba enseñarme los rincones infinitos de su firmamento. Aparece cuando el polvo entra a las casas y desploma todo a su paso, cuando ese mismo polvo me cierra los ojos, estos ojos que ya están muertos, y entra en mi boca como queriendo besarme y que le trague para sentirme por dentro. Helena, mujer envenenada por mi beso, por infinitas mordidas que le di en su pecho y deidad marcada por mis labios y mi lengua. Recuerdo ahora la gota de sangre que corría por su cuerpo blanco, delicada sangre que se despedía de mi morenía, perpetua sangre que me invitaba a degustarla como a saborear su cuerpo.
Observo a la muerte hecha mujer en señoras incansables y perpetuas como Helena que recolectaba agua marina y conchas salobres, caracoles solitarios y peces muertos que tendía en el mar. No dejaba rastro alguno en los lienzos, su olor era como de perfume nocturno y floral. Me enseñó a percibirla solamente en el vacío perenne, a observarla en los recovecos hechos penumbra de las calles encantadas. Me enseñó a tenerla por las noches rebeldes, a escuchar sus murmullos, esos que dicen los amantes y que no se entienden.
A Helena la desterraron del paraíso perdido, ese que sale en una gran novela. Ustedes malditos verdugos de esto mal llamado humanidad le gritaban loca por ser fuego, por creer que las estrellas bajaban para saludarla, que la luna le sonreía a pesar de sus noches macilentas y de sus días poco alumbrados. A ella ustedes la juzgaron siempre por ser sonámbula, por caminar en blandos caminos de arena seca, por gritar que deseaba, que lo caliente del viento la quemaba, que pocas cosas le arrullaban, por creer que escuchaba voces en medio de arcos repletos de caracoles que se pintaban del color de la sangre al escucharla pasar. Le decían loca por tener sus pies debajo de la tierra, por disfrutar del viento en su cara aunque éste le dañara.
El día de su partida encontré una nota en plena calle escrita con su letra llena de sangre:

Musa:
Dicen que no existe,
Inspiración:
Dicen que si le llamo no viene,
Altísima señora:
Le pido tan sólo un murmullo,
De esos que dicen que obsequia
junto con metáforas moribundas.
Doncella:
Canto le pido,
Poesía le suplico.
Dueña:
Mi dueña, mi Ángel,
Como tributo le doy mi costilla.
Diosa:
Creadora de paraísos,
No me destierre nuevamente,
Usted me conoce.
Eva es mi nombre
y matrona me dicen.

Después de leer su sangre convertida en grafía, recordé a las dos sombras que habían hecho de este cuerpo parte de un sueño.
Cómo decirles que hago siempre lo indebido. Cómo les digo que las amo sin decirlo, cómo decirles que las sueño y que el único lugar en el que soy libre es en sus brazos, que las pienso aunque no deba, que presiento cada movimiento suyo y que les temo, que jamás podría saberlas de mi propiedad porque son de nadie, serán por siempre las mujeres que no tendré, aquellas que veré pasar frente a mis ojos en boca de otro ser. No serán de nadie, sólo suyas, sólo de Helena y de Lucia. Mujeres con cabello perfumado a madera fresca y recién talada, con cejas que enloquecen a cualquiera, con manos que embrujan a la orgía de magos cautivos, con cabellos rizados que alucinan en la cruz a Cristo.
Sólo les digo mujeres, que hay huellas con su nombre, que hay pequeñas grecas en las cuales me hundo para buscarlas aunque sepa que no voy a encontrarlas. Cómo les digo que son mujeres perversas, enamoradas y ermitañas. Deseo tener mi boca siempre llena de su boca, tener mis brazos siempre llenos de los suyos. Mujeres inalcanzables, niñas eternas y musas de los dioses, permitan a este cuerpo moribundo caer una tarde en tus brazos, descansar sólo un poco en su vientre fértil y terso, navegar por su universo lleno de abismos sin salida.
Sabía desde que las vi en sueños que su olor lo llevaría siempre, supe que serian celestiales y al verlas me provocarían la muerte, aunque esta fuera irónica y comúnmente irrealizable.
Jamás imaginé poder vivir sin su palabra hecha caricia, sin su mirada hecha canción, sin ese caminar que me invitaba al paraíso, sin su risa incitándome al mar inmenso de su vientre..
No pude conocerlas en su totalidad, parte del encanto. A mi pesar, se derramaron lentamente en mis brazos hasta desaparecer. No volveré a verlas, así de simple, no volveré a verlas. Jamás mis ojos podrán volver a tocarlas.
Sólo les ruego, Adonis, que nunca me despidan de su cuello, que jamás alejen mi recuerdo de su piel blanquecina, nunca limpien los besos que dejé en su cama, no me destierren al olvido porque entonces me obligarán a maldecir la sombra que llevó hasta mí su nombre.
Ahora mujeres eternas sigo en el suelo murmurando, desgarrando estos ojos ya marchitos. Espero sólo mi muerte, devastada y bien merecida. Porqué duelen demasiado las heridas que no sangran, que solo duelen.

No volví a saber nada de esas mujeres místicas y ardientes en la cama. Caía su ropa lentamente y sólo la observaba, instantes que se convertían en mi necesidad al borde del miedo, al borde de la muerte pequeña, al borde de la locura. En el ambiente reinaba esa sensación que desgarra la sangre y estimula las piernas flexibles para que se desintegren. Con un par de frases invitaban al deseo entrar por las hendiduras de mis labios y beber de mi sexo toda aquella agua que se necesitaba para no morir de sed. Me visitaban mujeres cuyo nombre desconocía, cuya humedad confusa me llamaba en silencio, cuyo sabor presentía y cuyas caderas eran como una puerta abierta que me ofrecían lo que tanto anhelaba.
Nadie dudó nunca que les llamara antes de partir al infierno cuyas puertas me esperaban. Nadie nunca dudó que yo las amara en barcos de madera, en aviones destrozados, y en otoños de hecatombe.
Mujeres como Lucia y Helena eran veneno y alucinación hecha agua asfixiando mis sueños y adueñándose de mi cuerpo. Se perdían en mi refugio y recorrían mi solemne badana, mis venas y se metían en mis sábanas que no eran de sutiles. Se desnudaban primero y eran mi tagarnina, partían a mi vientre, galopaban en mi boca y se derramaban en las partituras de mis piernas. Eran mi narcótico. Ardían y se retorcían en mis brazos, se evaporaban al tocar el edén perdido. Eran mi pócima y perífrasis de la guerra troyana. Gracias a ellas entraba por los caminos del jardín oscuro, gracias a ellas interpretaba mis sueños, vivía en tormentas secas y mi saliva era vergel.
Eran mis amadas. Me regalaban su aliento y movimiento. Jamás imaginé sensualidad parecida en un cuerpo. Ocasionalmente dibujaba su persona pero nunca sospeché siquiera tenerlas enfrente. Eran mi paisaje y ahora trazo su figura como si ésta fuera mi mundo descubierto. Ahora las veo y vuelo sin dejar de saborearlas. Son ahora parte de mi voz insospechada. Son el bálsamo que me acompaña siempre, el kerosén necesario para levantarme de la intemperie. Mis amadas serán por siempre. Debajo de mi cuerpo estarán eternamente, sobre mi sudor fecundado y mi caminar cansado. Imposible será no soñarlas sobre mi cubierta. Hacían los tres movimientos básicos de una pieza: Allegro, Adagio y Allegro con brío. La lentitud del día se volvió canción y la luna dejó de ser un personaje errante. Las amaré a perpetuidad como en los panteones y a los siete años haré hasta lo imposible por que no les saquen de mi tumba. Amadas, les juro amor eterno. Zenzontles escucharé cada mañana que pasen a mi lado, invocaré a las extrañas flores para que degusten a su olfato y buscaré al mejor aire para que satisfaga a su oído. Mis amadas ahora les nombro sin su permiso, les conjuro al grado de ser intrusa e indiscreta. Son ya parte de mi altar secreto y cada tres horas diré sonriendo su nombre.
Hurto a escondidas su deseo sin que pise el antílope la desgracia de mi suerte. Eran engaño real a mi ceguera confusa. Mujeres poco sumisas, no se me quitaban nunca de las ganas, siempre sudaba su nombre, nombre pequeño y extraño, nombre que gritaba en pleno ascenso y que musitaba en mi viaje de regreso. Eran una guerrilla sin razón, una tropa de mujeres en una sola, eran una taberna de lloviznas nuevas, de lluvia ácida. Bailábamos en campos secretos bajo rocíos de arena mojada y nueva. Eran una estrella que alucinaba paraísos derrumbados y llenos de penumbra. Con ellas sentía esa brisa que arde, que provoca a la sangre salir por la mirada.
A una de ellas le escribí una carta para que me hiciera un espacio en sus besos, para que me diera un poco de calor con su abrazo, aunque forzaba demasiado los brazos pensando que en eso consistía eso que llaman amor. Estas palabras fueron escritas una noche en que hadas violetas vinieron a visitarme. Esta carta pedía a Helena que no se marchara como Lucia lo hizo una noche para siempre.

Escribo esta carta en la que espero encuentres el paraíso y te despidas de la nebulosa inquietud de caminar sin la irradiación de tu mirada.
No pondré remitente para que así imagines el nombre del ser que de tu gusto emane, y aun espero que reinventes el momento en que la recibas para que sea mucho más misterioso y algarábico este papel amarillento.
No quiero parecer habitante mortal de la melancolía, sólo que he estado en una ciudad frígida y solitaria, y por lo tanto he tenido la necesidad de escribirte y de sentirte en mis pesados recuerdos, en los que de nuevo siento tu sudor recorriendo mis ramas secas que reverdecen al mojarse con tu salobre agua.
Cantarte quiero ahora que en luna menguante me encuentro, regar tus cabellos con mil palabras para que estos me recuerden. Acariciar quiero tus largas piernas de cedro y beber de tus dos soles que guían tu iluminado cuerpo todas las noches.
Ahora llevo colgado a mi cuello un rosario que lleva tu nombre, me sirve de guía al internarme en el río lleno de nubes del que no regresaré hasta la próxima eternidad.
Firmo este pedazo de piel con mis labios que te llaman en silencio por temor a que les escuches y no los veas, sólo firmo con las comisuras de una boca interminable en la que únicamente caben tus dos nombres, uno místico y el otro entrometido en mis dientes no tan blancos como los tuyos, ni tan perfectos como tus tres lunares que hacen de tu sexo hecho boca, un triángulo perfecto en el que me perdí una noche para siempre.
Esta carta sólo es para ofrendar la última parte de mi corazón lleno de arterias, que son como caminos de asfalto mojado que me invitan en cada parpadeo a tu selva mojada por mi recuerdo y a esa rampa que llega hasta el infinito, que empieza en tus nalgas y termina en tu cuello.
Esta carta compleja es también para nombrarte a las tres de la mañana de cada vigésimo día de este milenio, y es para navegar en tus brazos tersos y terminar en la curvatura de tus uñas que se parece tanto a la alberca de tu ombligo: asterisco único que divide tu piel desnuda, que es mi guía invidente rumbo al camino de tu sexo y la cascada que nace de éste me lleva casi ahogándome hasta tus muslos, y estos me avientan al arco de tus pies en donde grito de nuevo tu nombre a las seis de la mañana en que me despierto jadeante por tu deseo.
Esta carta sólo espera impaciente la llegada de tu lengua a mi boca, a esta boca que se plasma al ocaso de estas imágenes que me vienen cada vez que me abrazan las sabanas frías y malas amantes que tengo como cobijas.
Espera mi cuerpo impaciente tu calor, tu noche, tu amor, tu aliento, tu tacto, tus sonidos al amar, tu piel térmica, tus versos. Esperan mis ramas, mis gritos, mi sudor, estar pronto, muy pronto cerca de ti.
No firmo con mi nombre por temor a que lo borres cuando termine de nombrarlo. Firmo con mi aliento que llevarás con tu piel hasta tus últimos días, hasta el último escalofrío que dé tu bello cuerpo en el momento que decidas navegar a la eternidad de la nada, hasta ese momento mi aliento te acompañará y se esfumará contigo.
En luna creciente me encuentro
En luna menguante muero y en ti
mi luna llena me desvanezco.

No puedo dejar a un lado el recuerdo, después de invocar este canto, de María Magdalena, mujer de visión infernal que me invitaba al lado oscuro del ocre, de ojos claros y bien aventurados. Dichosa por ser la Musa del eterno creador, la medusa de los caminos otoñales, la dueña de lo prohibido, la perfecta mujer azul, la indescifrable hechicera con lunas estrelladas. Mujer cuyas manos enredaban cualquier cuerpo y cuyos ojos hipnotizaban a cualquier animal carnívoro. Patrona de los ciegos, símbolo de la Gracia iluminativa, guía en la ceguera del pecado; cómo no repetir su nombre a media luz, cómo no pedirle a su lengua convertirse en soga para terminar por siempre conmigo, cómo no pedirle a sus labios que me muerdan el cuello y a sus brazos que me entrelacen hasta que desaparezca.
Cómo negar a María Magdalena, delirio alfabéticamente quimérico y alucinante. Esa que todo me lo dio, que todo me hizo, a la que adoré por tener una pena muy dentro, en el alma, la que murió por amor y su vida no tuvo remedio. Fue mujer del aire, me acosté con ella y me cansé de ella. Fue esclava del universo ultraterreno, perfume de girasoles negros, Marinera del planeta cuyo nombre es Ayer. Beldad de boca hecha misterio y cuerpo de Venus con brazos tersos, con cabellos serpentinos y mirada petrificante. De apariencia hermosa y angelical, obediente, manejable, conocedora de las cosas reveladas para poder llegar a la felicidad eterna, mujer poeta, mujer sincera, tierna y seductoramente profunda.
Por eso digo ahora que es ayer: si mañana no tengo futuro, si mañana no tengo más presente, sólo pasado remoto, significará entonces que acepté invitaciones de alucinaciones de media noche. Significará entonces que María Magdalena logró seducirme con encantos perfumados y sutiles.

No debía de quererte y sin embargo te quiero María Magdalena
No debían mis dedos imaginar tu cuerpo y sin embargo lo hacen cada vez que Marte se acerca a la tierra.
Que si te recuerdo, que si aun te quiero.
Que cuántos lunares tengo, que cuántas veces te he amado en orgías imaginarias.
Preguntas que haces por escrito.
Preguntas que invaden mi cuerpo.
Respuestas.
Respuestas son las que no tengo, son las que se van cuando llega tu ausencia.

Mujer del Mediterráneo un día te dije.
Venus en llamas te nombré una noche.


Bendita maga que alumbraste mi camino.
Mina de seda murmuro tu nombre cuando lágrimas me apresan.
Calla por ahora tu destino.
Calla sólo por ahora el cuento que me cuentas a solas.
El cuento que cuenta mis lunares.
No menciones por ahora el miedo que le tienes al ave fénix.
Guárdame un cuento para cuando regrese de este viaje.
No tardaré más, lo prometo.
Sólo vine a esta realidad que ciega, que transforma, que hiere.
Dicen que sé demasiado y por lo mismo ya no sueño.
Dicen que conozco de más el inframundo llamado cotidianidad y que ya no pertenezco a esta ciudad.

Mujer de ojos felinos.
Mujer cuya danza es ardiente.
Mil mujeres en una, mil gemidos que salen de una sola boca.
Espero nunca tu llanto me nombre
aunque jamás respuestas salgan de mis fauces.
Espero tu piel nunca me olvide
aunque por largos periodos no me toques.
Dame tu mano por las noches cuando sueñes.
Yo camino a tu lado siempre aunque no me sientas.
Descíframe por las noches en las que no me encuentras
Descúbreme en los poros de tu piel
Conóceme en calles repletas y cuerpos desolados.
Penétrame con tu mirada a plena luz
Transcríbeme en tu lienzo blanco en el que te reflejas
Interpreta mis silencios que son como olas despidiéndose
Platica con las mujeres de las que hablo
Confiesa tus secretos delante de mi túnica dorada
Canta a voz en grito tus miedos, esos de los que hablas murmurando
Permite que éste enjambre hecho animal se acerque un poco a ti
Admite que mi treceavo beso toque un poco de coraza que lleva tu nombre
Siente el volcán que llevo dentro,
Siente, tan sólo un poco el fuego que desea quemarte por siempre
Eres mi paraíso.
Regálame dentro de un siglo tu nombre y tu misterio
Toca mi séptima costilla para que no me olvides
Introduce tus labios en mi ombligo para que siga vivo
Hazme esclava de tu vida y crucifica éste diáfano cuerpo
Vivo, no sé porqué vivo, pero sólo vivo
para verte, para despedirme, arrepentirme, arrodillarme.
Persiste sólo un poco, sólo un poco persiste maldita sombra y recuerdo. Si hay despedida en pleno camino dejaré semillas para que regreses, si hay desamor en pleno vuelo huye sin decir nada, huye para siempre ilusión del diablo; huye de esta jungla de animales encerrados en su propia celda, selva de caníbales fantasmas y de carroñeros vestidos elegantemente, bestias que no se atreven a caminar por las calles soñolientas de ésta gran ciudad atestada de ciegos que piden limosna, que no se atreven a caminar por este mundo despierto, por este zoológico de alimañas que sólo conciben la muerte del otro, pero jamás la propia; fieras que prefieren comer al
semejante que observarse en el espejo, bestias que jamás se preguntan sobre su presencia, pero sí empujan el cuerpo del otro para quedarse con más espacio y así morir lento. ¡Malditas bestias me han tragado lánguida y dolorosamente! ¡Malditos vertebrados me han carcomido la piel con la que bebía humedades celestes! ¡Malditos carnívoros me han roído hasta los ojos con los que percibía el entero mundo, y sobre todo los pocos amaneceres que hay en ésta ciudad llena de lobos hambrientos! Me han mordido hasta los huesos, me he apolillado en este mar de visitantes inoportunos, en ésta glorieta de personajes inventados y existentes, en este globo terráqueo en el que muero armónicamente. Entro en el infierno que me espera. Por eso seré sólo la huella de una, de la que llevaba el tiempo en su espalda, como las tortugas marinas y terrestres: metódicas y observadoras.
Si me mirara a los ojos que no tengo ese dios en el cual no creo, esa virgen que nunca fue virgen, si me tuvieran un poco de compasión los cuatro dioses de los puntos cardinales, le pondrían más filo a esta daga de recuerdos, a estos nublados días que percibo desde este mundo turbio y oxidado.
Los únicos ojos que pueden verme en la oscuridad son los de Edipo, su ceguera es parecida a la mía, a él se los quitó su madre, los míos se los comieron las brujas de las tinieblas. ¡Bendito Edipo! buscabas a tu madre y la encontraste, le hiciste el amor y después te despediste. Yo la busqué pero jamás pude encontrarla. Pedía que me nombraran para poder nombrarme, me buscaba en sus historias pero nunca existí en ellas. Así pasó Edipo, pero escuché a Aristóteles, le escuche invitándome a imitar cuerpos y hacerlos míos, me invitó a sentir, a percibir todo lo que estaba cerca y lejos de mí. Lo escuché serenamente que decía “mimetízate en otra piel, en otro sudor para que existas en el obsceno juego del amor. Y lo hice, Edipo, lo hice intensamente con María Magdalena, terminé por buscar el gris camino como ella. Fui torbellino me fui con las sombras que fueron mis mujeres, mi exceso permitido, mis recuerdos futuros y mis codiciados caminos transitados. Terminé caminando por esas avenidas enfermas de anemia, enfermas de sol y del alma.
Hubo mil mujeres, que en realidad sólo fueron una, quienes me llevaron a lo desconocido por mi sudor siempre presente, por mis labios pulidos y acerados y mis lunas llenas carcomidas; lobas que me llevaron por los infiernos, almas del Limbo suspendidas entre su deseo de ver a Dios y el conocimiento de que jamás lo lograrán, almas del purgatorio invitándome a la segunda muerte, al mundo ultraterreno.
Edipo, qué más puedo contarte sino de estas mujeres hechas agua y arena y mar que se evapora junto con el viento de febrero, bendito viento que llegas a Mitla, lugar de descanso. Todas ellas la muerte, la mujer terrenal que nunca he sido, ni seré.
A todas ellas, a ella me entregué sin condiciones y me olvidé por completo de mí. Ellas, mujeres inalcanzables, alucinaciones de media noche, sueños que no caben en la taberna de lo prohibido, Musas impalpables que se disipan con cualquier ruido. Ayas que me devoraron hasta que no quedó nada de lo que fui. Nodrizas que masticaron hasta el último hueso perceptible, quemaron poros obstruidos por verdades innombrables; vestidos hechos carne con sus dientes filosos, desmembraron mis frases hechas canción con sus besos emponzoñados, taladraron mis heridas y abrieron las cicatrices.
Mujeres infernales pecadoras por amor, sobrevivientes del pozo oscuro de la soledad. Ellas, todas, una, gritaban al oído leperadas incompletas y percibían mi cuerpo como ataúd muerto por ser asfixiado. Fueron arrebatos sugestivos y combustible perfumado para mi andar eterno, cruces llenas de sangre que cayeron en tres lugares diferentes, lecturas interminables en pieles ignoradas, caminatas por laberintos desconocidos, poemas nunca escritos, cantos jamás mencionados, verbos ninguna vez actuados, sustantivos expresados en ningún modo, oraciones en ningún tiempo, partituras no leídas. Ellas, ella, todas, una, abrió las puertas del infierno, mi próximo lecho.
Eran las mujeres de Dante, del mundo ultraterreno, más que una introducción al viaje de ultratumba, almas que están en el purgatorio, mujeres diabólicas que beben la sangre derramada por la corona de espinas puesta el día sagrado; llevan en su sueño el pecado que adormece los sentidos y ofusca la inteligencia; panteras y leopardos, pecados y castigos. Oscuras referencias que hacen correr lagos de tinta. Matronas que tienen como lengua a dragones hambrientos, lobos marinos incansables, serpientes luminosas y flexibles; callan para ser escuchadas y mueren para reencarnar en mí.
Costillas indudablemente sabias, comadronas sedientas de corazas tiernas, parteras de hechizos negros, Señoras de la poca bondad, madres de los descarnados, dueñas de la basura avernal, mujeres producto de la exhalación diabólica que lamentan su temprana muerte, diosas elegantes, perfumadas, seductoras, embalsamadas.
Figuras misteriosas con significados míticos, sombras anónimas, negruras reservadas, pensamientos invocados, evocaciones sonámbulas, aullidos impenetrables, chillidos feroces, bramidos bíblicos, resoplidos infernales, seres inmaculados por unir sus respectivos cuerpos, inteligencias celestes ocultas para los hombres.
Todas ellas mujeres, inventadas unas y reales solamente una, María Magdalena a quien nunca puse candados a su deseo. Todas ellas, toda ella, abismos oscuros, sacrilegios perdurables, dolores incansables, escalofríos perpetuos, posturas de la muerte viva, el espinazo del Dios muerto, apetitos desordenados correspondientes a sus perversas naturalezas, hojas caídas en otoño, castillos de la sabiduría, cerberos de tres fauces, símbolos del apetito incontrolado. Todas ellas, toda ella, lamentos indefinidos, suspiros evasivos, complejidades perceptibles, gemidos ufanos, llantos que se dilatan.
Fue mi culpa dejarme seducir, engañar por ellas, por ella y ahora muero, abatida muero, amilanadamente muero. Las amé, la amé y no la perdono y no me perdona. Sin embargo, está sola, pero tranquila ahora que por fin Ella, la que siempre se escondió debajo de los velos que cubrían a las Magas, la que siempre ha sido y se ha escondido debajo de la piel de tantas mujeres que mandó por mí, la que quiere a la luna fría, peces globo y estrellas marinas. Ahora Ella, sola pero tranquila dice:

Nada
sólo aquella mantarraya que volaba en pequeña cofradía
nada
sólo músculos impacientes corren y pintan tu camino
nada
sólo aquella mantarraya impaciente dice:
oscuridad marina oscuridad marea oscuridad marinada oscuridad moribunda
nada
capricho oscuro
oscuro capricho
resulta benigno el azul veneno
nada
ni tu mirada ni mi silencio ni tu impaciencia
sólo una mantarraya que dice:
calla calla calla
por favor calla
sida láctea láctea sida
carencia de halla
mantarraya
manta sin raya
raya sin manta
nada
sólo aquella mantarraya que sin nada me decía:
ni tu sonrisa ni mi clemencia ni mis reproches ni mis súplicas ni mi sentencia
sólo tu mirada vacía diciendo nada
sólo tu desprecio y tu prisa
sólo unir tu tesis carente de preguntas
nada
todo compete a una sola frase que jamás dije
no se en qué momento tu cuerpo mi cuerpo el cuerpo perdió perdimos la razón
hay esquinas de inyecciones
hay mañanas hay panteones donde ni el cuerpo
ni tu sonrisa,
ni mi impaciencia, ni tu mirada, ni tu meñique ni mi cansancio
caerán del cielo junto a la luna,
junto a Marte,
junto a Venus,
serás,
seré
seremos el sol yaciente del cuerpo de la piel
piel como lenguaje como tatuaje como pelaje como papel amarillento
donde escribiré todas las noches tu infinito nombre acompañada de tu ausencia
luna luna luna
nada nada
no te digo más
no ladraré más
cantaré en silencio
te besaré como un ciego
seré tu manta raya
seré lenguaje
no abriré mas la boca para decir nada
para suplicarte que regreses
no abriré más la boca para decir nada
luna llena media luna luna menguante
luna
por siempre serás mi luna
nada
cantaré en silencio
diré ya nada.

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