LA TRAICIÓN
Hombre moreno, de 70 kilos aproximadamente, 40 años, con bigote y sombrero, vestido de charro, con un puro en la mano izquierda.
Zapata camina con su caballo y dice la mitad del texto, después se sube al caballo y siendo un excelente jinete sigue platicando de la Revolución del pueblo, sus infortunios, sobre lo padecido, las traiciones, lo ganado y lo perdido.
Yo no quería ser presidente, sólo quería devolver a los campesinos lo que les pertenecía.
A los nueve años estaba en el campo con mi padre, cuando el hacendado José Mendoza Cortina se apropió en Anenecuilco de tierras que pertenecían a los campesinos y mi padre se puso a llorar aquel día. “Nos están robando las tierras”, le dije y… “¿no se puede luchar contra ellos?” le pregunté. “Son muy poderosos, hijo”, me contestó. “Pues cuando sea grande haré que devuelvan esas tierras” y lo cumplí, claro, por un tiempo, antes que los cobardes de Guajardo y Carranza me quitaran la vida y expusieran mi muerte como trofeo político. Antes de que hicieran pública mi muerte y permitieran que sacaran fotografías de ella, como si la muerte tuviera derecho de salir en la prensa en primera plana como nota de ocho columnas. Con mi muerte intentaron amedrentar al pueblo, a los zapatistas; pero no lo lograron, jamás lo lograrían, porque la Revolución no era mía, no era para mí, era para el pueblo, era de ellos. Nunca pudieron intimidar a la gente que me defendía, que estaba conmigo, a los que luchaban por su tierra. Es fecha, que aquí en Morelos hay gente que me recuerda y sigue peleando por lo que le pertenece.
Vengo de una familia de luchadores sociales y gente valiente: mi abuelo materno, el indígena José Salazar fue un destacado combatiente de la guerra de Independencia; José Zapata, mi tío abuelo, defendió las tierras de Anenecuilco, luchó contra la voracidad de los hacendados; José Merino, mi tío, fue dirigente de las batallas de Anenecuilco contra los hacendados; Cristino y José, mis tíos también, lucharon contra los invasores franceses y en la Guerra de la Reforma, mientras que José fue uno de los héroes de la Restauración de la República. Yo fui el continuador de esa tradición de valientes mexicanos. Primero fui líder agrario, después me uní al maderismo. Madero, hombre en el confíe y fui traicionado mil veces, pero que quede claro, yo nunca traicioné. Todos me decían Miliano en el pueblo, fui el que continuó con el trabajo de mi tío Merino. Todos gritaron esa tarde de cielo azul: ¡Estamos contigo Miliano! Tenía apenas 30 años cuando eso pasó.
Nací el 8 de agosto de 1879, en Anenecuilco, Morelos, que significa en náhuatl “donde el agua se arremolina”. Mis padres fueron doña Cleofas Salazar y mi padre Gabriel Zapata, fui el penúltimo de diez hermanos, pero sólo cuatro llegaron a adultos; quedé huérfano cuando tenía 16 años, me gustaron siempre los caballos y comerciaba con ellos, toreaba a caballo y a pie, me gustaban las peleas de gallos, los jaripeos, las carreras de caballos. En una ocasión sufrí una cornada en un muslo, pero no por ello dejé la afición de los animales bravíos; cuando conocí los puros, éstos me encantaron, siempre lo traía en la mano izquierda, como ahora, y no lo dejaba ni para montar ni en las batallas. ¡Las mujeres! claro, siempre fui un enamoradizo, un enamorado del amor, siempre creí en las promesas del corazón, me robé a una muchacha de Cuautla, Morelos: Inés Alfaro y tuvimos dos niñas y un niño, el padre de Inés me envió al ejercito y mi hermana y un amigo me ayudaron a salir.
Después en 1911 me casé con Josefa Espejo, pero la Revolución me alejó de ellas; tuve cinco hijos y cuatro hijas con diferentes mujeres.
Me hice amigo de opositores de Díaz: Pablo Torres Burgos, maestro; Villa de Ayala, profesor, Otilio Montaño, Melchor Ocampo y hablábamos de ideas opositoras al gobierno. ¡Arriba los pueblos, abajo las haciendas! decía Otilio y yo “A los gobiernos tiranos nunca debe pedírseles justicia con el sombrero en la mano, sino con el arma empuñada”.
Mi primera victoria fue cuando actué por mi cuenta y repartí lotes con el apoyo de hombres armados, pero mi movimiento de índole local tomó una dimensión mayor al coincidir con lo que se desarrollaba en el norte con Villa. A partir de ahí muchas tropas se adhirieron conmigo. Después querían que me postulara como gobernador, pero no, ese no era mi fin.
Culpé al gobierno de tanto derramamiento de sangre cuando estaba Huerta y Madero al frente.
Sólo quería la tierra para los campesinos y no sólo la de los campesinos de Morelos, sino de todo el País, pero terminé siendo la pesadilla nacional. Me decían bandolero, guerrillero, persona peligrosa para el país, incluso Madero decía eso de mí, por eso en el Plan de Ayala lo desconocí como presidente y revolucionario por traicionero, inepto y tiránico. De todo lo que decían me reía de eso, me decían el Atila del Sur, aunque yo no era el que llenaba los pueblos de gasolina y los prendía, esos eran otros, políticos de cuello blanco, ladrones y corruptos. Yo les quitaba a los hacendados sus tierras, sus joyas para mantener la Revolución. Pero ellos querían mi cabeza y mataron a muchos de mis hombres. Hubo muchos muertos, demasiados, y por ellos hay que seguir en la lucha, y por ellos Zapata vive y por ellos seguíamos en pie de lucha, y por ellos, pensando en ellos jamás dejé derrotar o me vendí ante Madero o Huerta o Carranza o Figueroa y todos aquellos que querían mi muerte porque me temían.
Mi Ley Agraria decía a la perfección lo que yo pedía para los campesinos, para Morelos, para la gente que luchaba conmigo, para la gente de todo el País:
Entre otras cosas se pedía en plan de Ayala mejorar la siembra, trazar límites de los ejidos, construir escuelas y mejorar la educación, mejorar la salud y condiciones de vida, facilitar préstamos rurales, organizar lecturas diversas, explicar manifiestos y decretos, organizar grupos en todos los pueblos para hacer principios revolucionarios, elaborar leyes de accidentes de trabajo, crear de pensiones, hacer una Legislación obrera, reconocer los sindicatos, reconocer el derecho de huelga, hacer leyes de divorcio, mejorar el salario para maestros y profesores, hacer una Legislación antimonopólica, eliminar todo impuesto, fortalecer y apoyar a la industria nacional, revisar las leyes de las compañías extranjeras.
La obra del Zapatismo se extendió hasta Guerrero. De esta forma todos participaban en el quehacer político. Fue un regreso al pasado pero mirando el presente.
Sabía que sería larga la lucha, y no estaba sólo, el pueblo estaba conmigo, jamás me sentí abandonado, por eso seguía en la lucha. Las armas servían para defender nuestras razones, eso jamás lo entendieron Carranza, los Creel, los Terrazas, los Hacendados. No había que dejar de luchar, no podíamos traicionar a nuestros muertos, no podíamos. La Revolución se hizo por tierra y libertad y no era mía, insisto, ni de Villa, era de los campesinos y para ellos. No hay libertad sin tierra, sin comida, sin trabajo, sin todo eso el hombre no puede ser libre.
Quienes podían ayudarme me traicionaron, me dieron la espalda, pero hubo un hombre en el que deposité mi confianza y ese fue Doroteo Arango (Pancho Villa) quien en el norte luchaba también contra los mismos intereses. Le propuse consolidar una coalición y juntos tomamos México; la primera vez que nos vimos hubo silencio, hasta que él dijo que Carranza era un descarado y yo asentí, le invité coñac, pero él era abstemio, accedió sólo a tomar un trago y casi se ahoga, se puso rojo, le lloraron los ojos y el pobre ya no quiso más… Villa ahí acepto el Plan de Ayala. Cuando llegaron a México Villa se sentó en la silla presidencial y al lado yo, nos tomaron la foto, luego él me dijo que me tocaba a mí sentarme en la silla presidencial, y yo le dije: “no peleé por eso, mejor deberíamos quemarla para acabar con las ambiciones”. Desde entonces dije, “A quien me venga a ofrecer la silla presidencial me lo voy a quebrar” (sonríe) y fueron muchos.
Tiempo después estuve esperando las armas que prometió darme Villa pero nunca llegaron, mis hombres tuvieron que acarrearlas por los montes en mulas. A partir de eso ya no lo apoyé.
También confié en Madero y siempre le creía cuando me decía que las tierras serían para los campesinos, al menos eso era lo que él decía en su campaña presidencial, pero cuando lo fue, se alió a los hacendados y eso también fue una gran traición de su parte. Confiamos en sus promesas, entregamos las armas cuando nos las pidieron, con tal de que Madero cumpliese su palabra, pero nada de eso sirvió. Nos persiguieron, no nos quedó de otra más que pelear y conseguir armas para pelear por la tierra, por la Revolución. El campesino que no tenía armas las conseguirá para seguir luchando por lo que le pertenecía. Por nuestros muertos había que seguir. Por ellos y por la sangre derramada, en el campo.
Siempre fui ese Miliano que quiso hacer justicia, defender al campesino y regresarle lo que le fue arrebatado de la peor manera.
El campesino siempre fue peor que un esclavo; las mujeres eran propiedad de los hacendados, en toda la extensión de la palabra, los campesinos terminaban siendo trabajadores y empleados de sus propias tierras, de un día a otro pasaban siendo a ser parte de los hacendados y éstos los ponían a trabajar día y noche en condiciones nada humanas, era un castigo, un infierno ser esclavo, indígena, pobre, eso era una maldición y qué decir de las mujeres. Por eso en la Revolución hasta ellas tomaban las armas y a la par de los hombres salían a defender sus tierras y a su gente. La desesperación, la pobreza y estar en la nada y no tener que perder, todo eso provoca que uno de la vida sin temor a perderla. Qué más se puede perder cuando no se tiene nada, sólo hambre, esclavitud y la injusticia de nuestro lado.
Por eso la Revolución es y siempre ha sido de la gente, de los campesinos, de los indígenas. Los hacendados cerraban los ojos porque les convenía, ellos, ellos sí tenían que perder, perder todo, casas, lujos, haciendas, tierras y esclavos. Perderían todo y siempre con dinero compraban justicia, poder y como siempre…ganaban.
Queríamos el triunfo total, no mitades ni promesas, no un espejismo de triunfo. Las voces de los muertos se escuchaban en los pueblos desiertos, quemados, fantasmas, se escuchaban sus pasos en las calles, más y más fuerte, sus gritos, jamás pidieron piedad porque estaban seguros de su lucha, todos estábamos seguros de lo hecho y de por lo que luchábamos. Cada vez que los mataban me mataban, cada golpe dado me lo daban a mí, nadie escuchaba, sólo prometían, nadie nos pararía, parecía una Revolución eterna, muchos años estuvimos así, luchando, esperando, robando para seguir comiendo, no había de otra, debíamos seguir en la lucha, sólo se trataba de resistir, era de todos la Revolución, mía y de todos. Lo que quería para Morelos lo quería para todo México. Los extranjeros no tenían nada que hacer aquí, sólo se entrometían para ayudar a Carranza y seguirme y cazarme.
Guajardo, amigo y excarrancista me regaló un hermoso caballo, sabía que me gustaban, poco le faltó darme un puro, me hizo creer que era mi amigo, nos reunimos en la hacienda de Chinameca, me hizo creer que estaba con la Revolución, pero no, era cómplice de Carranza. La cita fue a las ocho treinta de la mañana, llegué con ciento cincuenta hombres, platicamos y un soldado informó que había federales rondando. Ordené al oficial defender el cuartel y organicé patrullas, Guajardo mismo encabezó una. No hallaron a nadie, pero dejamos guardias y regresamos. Me invitaron a comer pero preferí esperar, desconfié de ellos, a eso de las dos, acepté comer con ellos, pedí a diez hombres que me acompañaran hasta la puerta de la hacienda. Adentro parecía que me harían honores, el clarín tocó tres veces llamada de honor, al llegar la última nota los soldados empuñaron sus armas y me fusilaron. A un lado de mí había un puñado de hombres consternados por mi muerte y del otro lado más hombres balaceados. Aprovecharon que unos estaban consternados para matarlos. La sorpresa fue terrible, nos acribillaron a tiros el 10 de abril de 1910. Aborrecía la traición y fui víctima de ella.
Subieron mi cuerpo a una mula y me llevaron por el pueblo para mostrarle a Carranza mi cadáver. En Cuautla se filmó mi entierro para disipar dudas de mi muerte
Aún no termino mi relato y ya he muerto, pero no sólo, con mi gente, con el pueblo que estaba con la Revolución.
La guerrilla zapatista continuó largo tiempo con actos terroristas, y la influencia de mi ideología no pudo ser eliminada a pesar de Carranza y de que exhibió mi cadáver e hizo creer a todo el mundo que la Revolución había terminado; pero Carranza sólo mató a un hombre, no a la Revolución.
Después de mi muerte hicieron un manifiesto en el que afirmaron que vengarían mi muerte y seguirían en lucha. “Cuando el pueblo triunfe, decía el manifiesto, las multitudes oprimidas transformarán a todos los mexicanos de esclavos en rebeldes y de hombres parias en hombres libres…”. Se mataron a varios oficiales del ejército, incendiaron haciendas, volaron estaciones de ferrocarril y centros de abastecimientos de los enemigos. Los cambios políticos posteriores trajeron la paz, pero el zapatismo conservó su influencia política e ideológica por un largo tiempo.
Algunos zapatistas en 1920 se adhirieron a Obregón y se fundó el Partido Nacional Agrarista. Después los cambios en Morelos perjudicaron a los pueblos y los agraristas se dividieron, hubo pobreza y muchos, además de tener sus tierras se convirtieron en jornaleros. Hacia 1960 la corrupción se acentuó y en 1962 se reanudó la violencia. Con orgullo digo que aún aquí, en Morelos miles de campesinos recuerdan a Miliano, que jamás dejé de ser ese niño con hambre de justicia por ver a mi padre y a miles de campesinos llorar por su tierra. Aún se sigue creyendo que el fusilado el 10 de abril de 1910 no era yo, creen que sigo vivo y estoy viviendo en las montañas. Con Carlos Salinas de Gortari hubo mucha migración a Estados Unidos y muchos vendieron sus tierras. A la fecha la tierra no es de quien la trabaja.
No vi terminar la Revolución, porque las grandes causas no las ve terminar quien las inicia.
A pesar de todo… siempre seré Miliano, el niño que vio llorar a su padre.
Durante toda la obra Emiliano Zapata fuerte en sus convicciones. El trazo escénico se hará dependiendo de las condiciones del lugar en donde se presente y se harán cambios de niveles dramáticos para no cansar al espectador. El clímax será cuando muere, narrará a detalle cómo lo emboscaron para acribillarlo.
martes, 21 de septiembre de 2010
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1 comentario:
felicidades por el trabajo de investigacion
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