viernes, 24 de septiembre de 2010

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Quiero quitarme los anteojos con tu rostro, pero prefiero quitarme la razón…

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DISCUCIÓN SOBRE LA PLAZA

Sobre la plaza mayor lloro. Me siento. Espero. La bandera ondea feliz. Mientras yo bajo la cabeza. Te pienso. Dices cosas. Digo cosas. Me duelen. Te duelen. Después la nada. Silencio. Llanto. Recuerdos. Todo vuelve. Se repite. La enfermedad regresa. Como hiena se burla. Como lepra se queda. Como tormenta acrecenta. Llanto. Silencio. Lluvia. Viento. Todo a la vez. Tengo miedo de tu ausencia. Después un abrazo. El llanto termina. El perdón viene. Un beso cierra la escena. Las palabras quedan. EL dolor se esfuma poco a poco. Un beso regresa.

Nunca me amó. Siempre lo dijo. No sé si agradecerlo o llamarle al rencor. No sé si recordarla o borrarla para siempre de mi vida. Aunque no es tan fácil como dicen. El olvido aún no llega, aún me ronda el recuerdo de la gente en el centro, de la poesía y de la pintura vista en Buenos Aires.
Dice el libro de monstruos enfermos que la tristeza se quita poniéndose en posición fetal mientras se llora; pero nada, ya intenté todo, llorar de pie, dormir boca arriba, gritar bajo la lluvia, decir mi nombre al revés o de día, cantar de madrugada, comer una iguana, acariciar a un perro, conseguir un dragón amigo, bailar bajo la luna, conseguir saliva de gato, hablar con un gigante, pero nada funciona, ella sigue rondando mi vida a pesar de todo. A pesar de mi gripe, de mi angustia, de mis amígdalas inexistentes, de mi páncreas morado. Sigue todo el tiempo murmurando en mi oído su nombre eterno.



ENTROMISIÓN

Veo a una mujer llorar. Me da lástima. Ayer lloraba yo. No sé el porqué de su melancolía, pero me da tristeza. Escribe una carta y llama por teléfono, discute, él no llega, ella inmersa en el desconsuelo le reclama, él calla, él la humilla, ella soporta. Pelean, ella quiere tenerlo cerca, él se va para siempre y cuelga, ella pensativa se queda. Llora de nuevo. Comienza a llover, ella se aguarda bajo el agua que sonora solloza.
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Permíteme escribir nueve letras en tu cuerpo para después poseerlo y que las palabras se evaporen mientras nuestras almas se conocen.

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Cuántas ganas de rezar por mi culpa, por mi culpa, por mi eterna culpa.
Cuántas ganas de rezar tu nombre infinito y misterioso.
Cuántas ganas de tocar tu delgado cuerpo y de ver la luz de tu mirada.
Cuántas ganas de encomendarme a ti en noches como ésta de lluvia milimétrica pero existente, de oler tu cuello largo y delicado de apoyarme en tu vientre de Venus sin manos y sin nombre.
Cuántas ganas de rezarte por mi culpa, por mi culpa, por mi inmensa culpa.
Cuántas ganas de recorrer tu cuerpo con la delicadeza de un girasol en movimiento.
Cuántas ganas de escucharte decir mi nombre a media luz, sin más sonido que el de tu boca.
Cuántas ganas de pedirle a mi locura que te busque por dondequiera hasta encontrarte.
Cuántas ganas de regresar a Buenos Aires y caminar por el sendero del abismo.
Cuántas ganas de encontrarte en el tranvía una día cualquiera.
Cuántas ganas de observarte sin descanso, de memorizar de nuevo tus detalles, de acostarme a tu lado y ver el cielo, de escuchar las olas e inventar caracolas y epigramas.
Cuántas ganas de tocar tus labios y besarte sin hacerlo, de darte la mano y presionarla como queriendo nunca soltarte.
Cuántas ganas de gritar por mi culpa por mi culpa por mi gran culpa.

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No, no, no, comienzo con una negación, no tengo la culpa de nada.
No soy culpable señor de haber matado, de haber acribillado, de haberle dado sesenta y cinco puñaladas en la espalda, de haber saboreado cada una, de haberle torturado sin piedad, no soy culpable señor de pensar sólo en mi venganza y de haberla disfrutado.
Ella provocó absolutamente todo, ella ofendió sin parpadear, sin que su estómago se contuviera, sin que su páncreas le advirtiera, sin que su iris la detuviera, ofendió, gritó, golpeó, nada la detuvo, nada. Yo no soy culpable, todo fue culpa de ella, ella me llevó hasta el límite, ella, nadie más. Mi esófago estaba tranquilo, mis tendones estaban en paz y mis músculos no sentían la corriente eléctrica atravesar por cada uno de ellos. Mi boca no salivaba, mi angustia estaba en silencio. Pero sólo habló ella y todo se desató, la electricidad, los calambres, el nerviosismo, mis dedos temblaban y las piernas respondían demasiado rápido. Ella, ella, ella, la misma sombra que me acompaña siempre quiso destrozarme y yo no lo iba a permitir. Jamás. Nunca. Por esa razón torturé y acribillé a mi propia sombra, aunque haya sido a mí mismo. Todo lo hice viendo al espejo, todo salió como yo lo planeaba, primero la torturé, le arranqué las venas de los brazos, luego le saqué los ojos, luego le apuñalé la espalda y terminé cortándole la cuello. Todo lo vi frente al espejo. Me fui junto con ella, pero qué importa, porque terminé siendo víctima de mi propia sombra, aunque haya estado en mi propia muerte. La maté, por fin la maté, me acosaba, me seguía, ya no la soportaba. No me arrepiento. No soy culpable de nada señor. Y de haberlo sido, tengo las mismas heridas que ella y he muerto igual que ella, no se me puede juzgar ahora porque no soy culpable de nada. No, no, no.

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